Nuestro miedo más profundo
es el de ser poderosos más allá de toda medida.
Es nuestra luz, no nuestra oscuridad,
lo que nos asusta.
Nos preguntamos:
¿Quién soy yo para ser brillante,
hermoso, talentoso, extraordinario?.
Más bien, la pregunta a formular es:
¿Quién eres tú para no serlo?
Jugar a ser insignificante no le sirve al mundo.
No hay nada inspirador en encogerse para que
los demás no se sientan inseguros a tu alrededor.
Al dejar que nuestra propia luz brille, inconscientemente,
les damos permiso a otros para que hagan lo mismo.
Al liberarnos de nuestro propio miedo,
nuestra presencia, automáticamente, libera a otros.
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